26 de agosto de 2011

ON THE ROAD AGAIN

Slavoj Zizek despertó de madrugada con la boca llena de Snickers y un dolor lacerante en las rodillas causado por haber dormido en una jardinera. Acababa de tener una pesadilla. El día anterior había sido duro: había dado unas cuantas conferencias en varios institutos y universidades de Arkansas y aún le sobró tiempo para participar en un coloquio/vernissage en lo que había sido un burdel del Soho. Cuando llego a casa, ya de noche, solo tenía ganas de revisar la Fenomenología del espíritu, de Hegel y de comenzar la nueva novela de Nuria Roca. Cogió de la cocina una caja de Snickers y las dos obras con las que se disponía a disfrutar de una placentera noche de lectura. Entonces se le ocurrió que podía ser gratificante pasar la noche leyendo en la jardinera vacía de la terraza. Lo consulto con su súper-yo, este no se opuso y  Slavoj se introdujo en ella como pudo. Comenzó a leer con fruición ayudado por una linterna que desgarraba la oscuridad circundante. 

Debió de quedarse dormido muy pronto ya que, al despertar, no recordó haber leído casi nada del libro de Nuria Roca (y mira que le tenía ganas). Al principio, no supo dónde se encontraba. Lo único que veía a su alrededor era una densa oscuridad y alguna que otra mancha de color verde pálido. Encontró la linterna en la cumbre de su prominente tripa. Apuntó con ella a izquierda y derecha pero solo pudo ver geranios y cactos de Aloe Vera. Comenzó a calmarse y a recordar donde se hallaba cuando vio que sobre sus muslos el rostro de Georg Wilhelm Hegel yacía sepultado bajo una montaña de escombros de chocolatina. 

Zizek empezó a recordar con desasosiego la pavorosa pesadilla: el filósofo y psicoanalista lacaniano se hallaba perdido en la inmensidad de un desierto (podía ser el de Mojave o Los Monegros). A su alrededor solo podía divisarse una extensión inconmensurable de tierra yerma y muchos cactos. En la punta de cada uno de esos cactos crecían unos higos chumbos monstruosos que enseguida adquirieron el rostro de Vladimir Lenin. No hablaban. Se limitaban a abrir y cerrar los ojos de un modo alucinado, mientras reían levemente, con recato de damisela. Zizek estaba aterrorizado, no comprendía nada y le temblaba todo el cuerpo. Pasaron unos minutos dentro del sueño hasta que apareció en el cielo un cubo compuesto por un material fluctuante del color del mercurio. Aterrizó de un modo poco espectacular. Tras unos breves segundos se abrió una compuerta y una gran humareda se abrió paso desde la supuesta nave. Una vez disipada descendieron de ella el propio Hegel, Karl Marx, el propio Lenin y Jacques Lacan. Todos vestían de baturro excepto Lacan, que había decidido enfundarse dentro del uniforme del Sporting de Gijón.

El bueno de Slavoj no supo bien por qué, pero se puso de rodillas de un modo mecánico e inquirió con desesperación: "¿Dónde está el comunismo? ¿Qué es la realidad?" En realidad, lo que preguntó sonó de un modo parecido a esto: "¿Bueer is daa komiuniseem? ¿Buat is daa riality?". A lo que Lacan respondió: "Que nunca volverá, que nunca ha estado allí, que todas las promesas que hizo no eran de verdad". Marx y el resto respondieron lo mismo con voz campanuda, a lo orfeón donostiarra. 

Zizek regresó del sueño con la clarividente conciencia de que se le había brindado una señal, algo importante. Al principio pensó que las palabras recitadas por su panteón particular componían una frase de Adorno. Sin embargo, pronto recordó que años atrás había acudido a Mazarrón para ver por primera vez en directo a su banda favorita, El sueño de Morfeo. Allí fue donde se enamoró de su cantante, Raquel del Rosario, una lozana canaria. Ahora comenzaba a comprender: su propio sueño, El sueño de Morfeo, Lacan...Todo encajaba como un delirante y redentor puzzle. En ese momento, Slavoj Zizek decidió que dejaba para siempre la vida académica y los libros. Iba a ser el Road Manager de su grupo favorito. Le costase lo que le costase. 

Se puso su disfraz de Willie Nelson y recorrió kilómetros y kilómetros con su chopper hasta llegar a una casa enorme en Llanes, Asturias. Sabía que allí vivían los miembros del grupo. Habían montado una comuna de amor, sidra y gaitas. Bajó de su moto y divisó a Raquel en el jardín. Estaba preciosa y a Slavoj se le humedecieron los ojos y le tembló un poco la barbilla. ¿Pero qué era aquello que estaba con Raquel? ¿Qué clase de ente comía las fabes con almejas que Raquel le ponía en la boca con una cuchara? El ser estaba de espaldas pero desde donde Zizek se encontraba pudo ver que carecía por completo de cuello. Los dos reían a carcajadas. Raquel besó a la cosa sin cuello en la frente. Cuando se incorporaba su mirada se cruzó con la del filósofo. En ese momento se agrandaron sus ojos y se le cayó la cuchara de las manos. El humillado Zizek desvió la mirada y fue entonces cuando vio un coche de fórmula 1 aparcado en la acera. Algo iba mal. En ese momento pudo sentir que Jacques Lacan reía mucho. Una carcajada escalofriante que solo él escuchaba. Un sonido terrible que resquebrajaba el universo que, hasta entonces, Slavoj Zizek había amado. 

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